Los viajes improvisados pueden ser fantásticos o convertirse en una auténtica odisea. En este caso, resultó ser la primera opción. Viajé a Sri Lanka en Navidad, en busca de calorcito en medio de un invierno frío y largo…y sin saber, que una pandemia llamada “coronavirus” nos dejaría sin viajar lejos de casa durante una buena temporada. Como sólo teníamos 12 días, tenía que ser un viaje exprés y localizamos los puntos más atractivos de la isla. Fue sorprendente encontrarse con un país tan acogedor, poco turístico, y con una cultura, una historia y un paisaje espectaculares. Llegábamos de madrugada pero no queríamos perder una noche en Colombo, la capital donde aterrizamos, por lo que contratamos un conductor privado (con quien habíamos contactado previamente). Ashan, el taxista, nos esperaba puntual en la terminal, a las dos de la madrugada, tras 12 horas de vuelo y una escala. Montados en su coche, atravesamos medio país durante cuatro horas (medio dormidos, medio despiertos). Nuestro objetivo era amanecer en el famoso Lyon Rock. Vimos la salida del sol desde la montaña de enfrente y ahí empezó la magia de Ceylán (nombre original del país, que cambió tras cortar lazos como colonia británica en 1972).
Todavía eran las 10 de la mañana, sin apenas haber dormido, y ya habíamos subido al Lyon Rock. Así que decidimos hacer la segunda actividad que más ilusión me hacía: ver elefantes en libertad en una reserva natural. En esa época del año, se encontraban cerca de Habarama.
Como ya llevábamos la directa ese mismo día nuestro “driver” nos aconsejó visitar las ruinas de Polonnaruwa, donde descubrimos una arquitectura y una historia preciosa (bajó un sol abrasador, eso sí).
Para ser el primer día, quemamos muuuchas etapas, así que íbamos bastante bien de “timing”. No me imagino a los turistas que nos visitan (o visitaban), haciendo tantos kilómetros para ver en un mismo día Barcelona, los Pirineos y la Costa Brava. Pero a nosotros, nos pareció de lo más normal.Cogimos fuerzas y el día siguiente fuimos a Dambulla. Alguna vez he reconocido que desde que descubrí el budismo (en un divertido, y a la vez profundo, retiro espiritual con unas amigas) me parece una filosofía de vida preciosa y comparto muchos de sus principios. Por ello, os podéis imaginar la ilusión que me hacía visitar uno de los templos más importantes del país, y de los pocos que todavía sigue en activo. Aquí te das cuenta de lo diferente que es su historia, su arquitectura y su cultura, en comparación con la nuestra. Fue una maravilla.
Seguimos el viaje parando en Kandy, donde no podíamos faltar a una cita obligatoria en Sri Lanka: coger el tren hacia Ella. Se trata de una emblemática locomotora azul, droga pura para los instagramers, que se juegan la vida para conseguir la foto perfecta. El tren ganó su fama porqué atraviesa los emblemáticos cultivos de té del país, una de sus principales fuentes de riqueza. El viaje fue mítico y muy diferente de la desvirtuada irrealidad que muestran las RR.SS: viajamos dos horas de pie, amontonados entre centenares de turistas que, como nosotros querían vivir la experiencia, y con quienes viajábamos como sardinas en lata. Pero sería nuestro día de suerte, porque a medio camino una familia autóctona se apeó y nos cedió su butaca, con lo que las tres horas siguientes las pudimos hacer sentados: todo un lujo en 3ª.
En Ella subimos un par de montañas y conocimos a jóvenes que viajaban por primera vez en su país. Lo que más me gustó y sorprendió de Sri Lanka es lo risueña que es la gente, lo amable y lo acogedores que son. Seguramente fue la excursión en la que más me he reído en la vida…y donde nos dimos cuenta de que para estos jóvenes, nosotros también éramos de lo más exótico que habían visto en su vida.
Aquí pasamos el fin de año, en lo que pensábamos que era una aldea remota, pero rodeados de otros turistas intrépidos que se habían adentrado al interior de Sri Lanka. Creímos que los habitantes locales no celebraban esta festividad tan occidental, pero nada más lejos de la realidad. Ese pequeño pueblo se convirtió en una gran rave multicultural. Una noche memorable rodeados de turistas con ganas de fiesta y lugareños que se apuntaron al fiestón. Un tumulto que creo que no volveremos a ver en bastante tiempo.
El primero de enero dejamos el interior para ir a uno de nuestros objetivos de nuestro viaje: la playa. Bajamos hacia Mirissa con otro “driver” con quien arreglamos un buen precio y que nos evitó un trayecto de seis horas en transporte público. En un par de horas estábamos comiendo en la playa. 1 de enero a 30 grados: un sueño.
Nuestra idea era surfear (nivel principantes) así que nos subimos a un bus local en busca de las mejores olas. Nos pasamos de intrépidos y acabamos en un pequeño chiringuito surfero, cerca de Ahangama. Reconozco que fui una inconsciente metiéndome en el mar en una zona en la que no había arena sino coral y por tanto, podías hacerte mucho daño si no eras un surfista profesional. Tras dos lavadoras (cuando una ola te revuelve todo el cuerpo) y un corte en el pie por el coral, decidí prudentemente abandonar el agua.
Nuestras ansias por surfear no nos dejaron ver que, a tan solo 100 metros, detrás de unas palmeras, había una laaaarga playa de arena fina y blanca, con olitas perfectas para principiantes…muuucha espuma (perfecto para aprender). Ahí fuimos el día siguiente y nos quitamos la espinita.
En esta playa paradisíaca descubrimos que el sector turístico todavía no ha explotado este país. Comimos en un chiringuito de madera, a pie de playa, pescado fresco, por tan solo 10 euros. Para ellos es una pasta pero para nosotros es una ganga. En esa misma playa, reservar dos hamacas costaba 2 euros por persona, todo el día. Coco para dos incluido. Lo dicho. El paraíso.
El último día volvimos a la capital, Colombo, desde donde salía nuestro avión de vuelta a Occidente. Para descansar unas horas alquilamos una habitación en un hostal de mala muerte cerca del mercado central. Suficiente para dejar maleta y asearnos. Antes de ir al aeropuerto, quisimos recorrer el mercado, donde solo había gente local y productos de la tierra.
Por la tarde, quisimos darnos un “capricho” y dejar a un lado la gastronomía autóctona (con muuucho picante) para comer algún plato europeo, así que nos metimos en un centro comercial en el distrito económico de la ciudad y comer una porción de pizza (para ellos una comida de lo más exótica e inaccesible). Y ahí, donde nadie nos conocía, sucumbí a uno de los juegos más divertidos de las salas recreativas. Quizá no pasé muy desapercibida, pero me daba igual, estaba en la otra punta del mundo y me solté a bailar:
Uno de los momentos más bonitos y que me hicieron entender cómo son los habitantes de Sri Lanka fue el encuentro con una familia. Nunca habían visto en persona a una mujer blanca y se quisieron hacer una foto conmigo. Me encantó verles curioseándome el pelo, observando a esta mujer con pantalones cortos y los labios rojos que andaba por el centro comercial. En ese momento entendí que Sri Lanka es un país que está empezando a abrirse al turismo y que todavía es un buen lugar para visitar.
Sin duda volvería a Sri Lanka mañana. No sabemos cuando volveremos a viajar. Ni si algún día lo haremos como antes. Sin mascarilla. Y sin miedo. Pero espero poder volver a este maravilloso país de piedras históricas, campos verdes, playas paradisíacas y buenas personas.